DÓLAR: DESESPERADOS POR NO PERDER
Por Edgardo Scocco (*)
En el acto de comprar
dólares, los individuos están motivados persiguiendo varios objetivos que quieren
cumplir, y todos de una sola vez. En primer lugar: la imperiosa necesidad de encajarle a
otra persona la moneda que sienten que se está depreciando; así también, lo hacen
movidos por lo que se denomina el fetiche de la liquidez según la cual, es una virtud
positiva poner los recursos en una inversión que les permita que sus ahorros:
no se desvaloricen y a su vez, sean líquidos.
Desprenderse del dinero desvalorizado no es una actitud contemporánea y mucho menos, que
suela suceder, solo en la Argentina. Aproximadamente 400 años antes de Cristo, cuando las
sociedades ya habían superado la etapa del trueque y comerciaban con monedas, Platón y
Aristóteles discutían el rol del dinero.
Para Platón: el dinero debía ser un símbolo arbitrario (independiente del material con
que se fabricara y no deseado, tal vez de barro como usaron los Persas 2000 años antes),
que facilitara el intercambio de mercancías y así, evitar el trueque. Para Aristóteles:
la moneda debía tener un valor en sí mismo por lo que, en todo intercambio, esta
aparecía como una tercera mercancía.
Aristóteles impuso la visión metalista, adaptándose el uso de los metales debido a su:
homogeneidad, divisibilidad y, se suponía, la estabilidad relativa del valor.
A su vez, debido a la incertidumbre del vendedor por saber si la moneda tenía la
aleación exacta, en la concepción metalista se imponía la necesidad de que el estado
(el rey, el príncipe, etc.) debía tener la potestad (señoreaje) de certificar que en
las proporciones (oro, plata, cobre, etc.) con que se emitían, no hubiera fraude: ni en
el metal ni en su peso.
En realidad, detrás de las ideas se ocultaba la razón política por la cual, a partir de
la autoridad del estado como garante de las proporciones, podían realizar emisiones con
menor cantidad de metal según se estipulaba. Esta ventaja, les permitía a las
autoridades en el corto plazo: cancelar sus deudas y obtener un enriquecimiento repentino.
El problema que generaban, ni bien los comerciantes tomaban conocimiento de que las
monedas tenían menor valor era que, automáticamente se producía un aumento de precio de
las otras mercancías.
No obstante el uso de los metales y su concepción, la falsificación y la especulación
siempre estuvieron a la orden del día por lo que, el valor, no se mantenía sino que
también, estaba sujeto al precio de las otras mercancías.
Nicolás Oresme: obispo Francés, matemático, economista, en 1352, en su libro sobre la
Alteración de las Monedas escribió que: el valor lo determina la gente y el
devastado de la moneda es un acto de tiranía y un pecado grave (el Príncipe se beneficia
robándole al pueblo), ante el cual los cristianos tienen el derecho de buscar un refugio
y compensación, que genera la huida del oro y la plata a otras regiones, que reduce el
comercio e induce la aparición de falsificaciones.
Si bien esta visión metalista predominó hasta fines del siglo XIX e inclusive, los
individuos con la emisión de billetes pensaban que tenían un respaldo en oro (último en
abandonar, EEUU en 1971), al adoptarse el dólar como reserva de valor, también se ha
seguido considerando que la emisión tiene ahora, ese respaldo.
En el siglo XVI, el comerciante inglés Thomas Gresham hizo notar que es algo inherente a
los individuos desprenderse, cuando circulan dos monedas con las que se pueden realizar
transacciones, de aquella que pierde rápidamente su poder de compra. Este principio, si
bien ya se había descubierto antes, a partir del sigo XIX se incorporó a la teoría
económica bautizándolo como la Ley de Gresham.
La compra de dólares como inversión, está motivada por hechos del presente
que inspiran cierta confianza para los fines y expectativas de largo plazo por el cual,
suponemos que se obtendrá un rendimiento que será, al menos, igual o mayor a la
inflación. Estos hechos: que nos permiten realizar cierto pronóstico, y nos induce a
realizar la inversión, también nos produce una fijación de que en el futuro se
cumplirá, lo que hace que no modifiquemos nuestra conducta al producirse variaciones
cuando en algunos casos, son negativas.
En general, es precario el conocimiento que existe respecto a los rendimientos futuros y,
solo unos pocos, se animan a entrar y salir cuando las variaciones no favorecen a la
inversión; en cambio, son muchos los que terminan quedándose con sus dólares esperando
que nuevamente suban para volver a recuperar lo perdido.
Lamentablemente no hay mercados de valores organizados para invertir en los que se pueda
confiar, en la medida que haya un convenio tácito de que no van a existir variaciones y
la situación de los negocios continuará por tiempo indefinido excepto, cuando se tengan
indicios concretos en donde se puede esperar una modificación. De ser así, el
inversionista se anima, con la seguridad de que el riesgo asumido no está sujeto a un
cambio real en lo inmediato que afecte el valor. La inversión se volvería razonablemente
segura en períodos cortos y en una sucesión de los mismos si confía en que
no se quebrantará la convención aunque no obstante, podrá revisar sus conclusiones y
modificar su inversión antes de que ocurran grandes alteraciones.
Este mecanismo, desde fines del siglo XVII y hasta principio del siglo XX, funcionó en
algunos períodos y permitió que los individuos realizaran inversiones que son
fijas para la comunidad (caminos, ferrocarriles, etc.) y asimismo, eran
líquidas para los inversores.
Los primeros mercados de valores se organizaron en Londres, cuyo objetivo era conseguir
capitales para financiar el desarrollo del colonialismo como así también, sus propios
países. Un ejemplo, la Compañía Británica de las Indias Orientales en donde, dado el
alto costo del proyecto, se le cedía una participación al inversor a cambio de los
beneficios futuros.
Las compras se pensaban como permanentes ya que, se las consideraban como oportunidades de
largo plazo. Lamentablemente, desde que se dejó de pensar en el rendimiento y solo se
fijaron en la variación del valor, todos pasaron a ser especuladores.
Es el inversionista a largo plazo el que promueve el interés público, y es antisocial,
la inversión en valores líquidos ya que, las inversiones no pueden ser
líquidas para la comunidad como un todo; es un absurdo pues, alguien se debe ocupar de la
producción.
Mientras se piensa que poner el dinero devaluado es una inversión positiva al
comprar dólares, la realidad demuestra que el rendimiento que puedan dar, no alcanza a la
revalorización que los bienes reales suelen lograr.
Los inmuebles en los últimos 20 años han aumentado en dólares, más de 10 veces; la
tierra, dependiendo de la zona, también ha alcanzado esos valores. El oro, 250%; la
plata, 310%; el petróleo, 543%; el índice de precios de mercancías, 251%; todos medidos
en dólares.
No hay tasa de interés que permita, para los dólares, obtener un rendimiento acumulado
que mejore la revalorización que han tenido la mayoría de los bienes reales. Si bien,
durante el Menemismo las tasas en dólares fueron muy altas, nadie cobró en
el 2001.
El problema que genera la compra de dólares, cuando se piensa que son reservas de valor,
es lo que bien dice Oresme que: fugan de la región o se acumulan en algún colchón.
En los últimos 20 años, en Argentina se fugaron según el Indec: USD 179.656 millones
contando hasta fines del 2012. Este drenaje de ahorro nacional termina provocando una baja
en la actividad productiva, la inversión y el progreso; por ende, limita la equidad
social.
(*) escocco2001@yahoo.com.ar
Nuestro Próximo Columnista será el Dr. Marcelo A. Pozzi.
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